martes, 4 de septiembre de 2018
LA BÚSQUEDA
La visita que iba a hacer era de suma importancia aunque para su gusto muy arriesgada. La zona a la se dirigía era de esas que uno no sabe en realidad a que huele, se confundían los aromas de perfumes finos y baratos, a alcohol y garnachas con mucha cebolla, a humores de trabajadores arduos y gente ociosa; era un mundo difícil de identificar con sus casas, que se esforzaban por pasar desapercibidas, un poco, no con pudor, sino porque eso sería pedir demasiado pero si con pena o respeto por todo aquel que pasaba por ese barrio muy afamado o más bien, con una reputación no muy bien puesta a prueba de moralidad, que no tenían otra forma de llegar al tren que los llevaría al siguiente barrio alejado de éste llamado el "furgón" porque allí vivian los ferrocarrileros que no pasaban su estadía por más de un año trabajando ya que los cambiaban a otras partes de la república.
Doña Felicia, con sus muy bien turgentes atributos era la esposa de Don Ricardo, un hombre viudo, buen mozo y buen esposo para ella, su tercer esposa, ya que Don Ricardo viudo de su primer esposa y abandonado por la segunda no sabía estar sin la compañía femenina.
Iba acompañada de Doña Inelva, mujer extrovertida y alegre que la conminó a aventurarse en esta empresa que si bien no le garantizaba nada, nada había por perder.
Su esposo tenía hijos de sus anteriores casorios, pero ella le quería dar familia a su esposo, hijos de ella, aunque a él no le importaba si ella era incapaz de concebir. Él gozaba de ese cuerpo que con el sol se aperlaba y en noches frías sus encantos como lava encendían la pasión que creía acabada en él, fué como un renacer, un regalo la esencia que de ella emanaba y en el fondo no deseaba que nada interfiera con el remanso que ellos estaban viviendo.
Las calles del "furgón", las casas, las lámparas que alumbraban apenados, a sabiendas de los secretos que sabían tenian que guardar, lucían un ambiente rancio, antigüo, pero bien resguardado a pesar de las voragines allí vividas. Calles adoquinadas, casas recias de adobe maquilladas como sus moradoras color crema, ventanas grandes con cortinas gruesas que servían para bloquear los rayos de la luz del día y de las lámparas que a duras penas ayudaban en las noches a los bacantes no trastabillar.
Se dirigieron a la casa de mayor fama, a la de Sayuri, mujer misteriosa por no dejarse ver en público, pero conocida por su belleza mulata y porte de una reina, tocaron las aldabas de puma del portón, esperaron unos instantes y una mujer con falda que tapaba sus rodillas, delantal bordado, suéter color azul claro, blusa beige con mangas largas y cuello alto, cabello recogido con una peineta de carey, piel morena y facciones serenas -Buenas tardes ¿Qué desean? -Buscamos a la señora Sayuri ¿Se encuentra? -¿Quién la busca?-extrañada de que mujeres y no hombres cruzarán el umbral de la casa, su también casa-. - La señora Felicia. -Aguarden un momento.
Las hizo pasar a una salón grande con rasgos de haber tenido una reunión por las botellas, copas, ceniceros repletos de puros y cigarros, una que otra prenda masculina y femenina nada comprometedora, un encendedor por aquí, un pendiente por allá. Los veinte minutos de espera no les pareció largos porque ese lugar si en realidad era burdo en adornos, no dejaba de ser un museo de: pinturas, candiles, relojes, porcelanas, muebles de cedro y cortinas con hilos de plata y oro.
De la escalinata de mármol y al medio como una cascada una alfombra roja púrpura descendía la señora de la casa con un saludo cordial e intrigante por la visita nada común en su refugio, del que les recuerdo, no salía mucho. -Buenas tardes. No contestaron, no por malos modales, sino por la presencia majestuosa bajando con una bata que traslucia el cuerpo de ónix sin una gota de maquillaje. Les extendió su mano delicada con la sonrisa de la que seguramente hipnotizaba a cualquiera.
-Señora Sayuri, soy Felicia habitante del vecindario contiguo, antes que nada le ofrezco una disculpa por no concertar una cita pero un asunto personal me obliga a ser directa.
Les invito con ademán en extremo femenino y natural que tomaran asiento y asintió que era toda oídos.
-Seré breve, mi naturaleza me impide ser madre y deseo saber, ya que me han contado que algunas de sus muchachas les es imposible mantener aquí a sus hijos por la exigencia de su profesión.
Un silencio que le pareció a Doña Felicia sepulcral, pero no a Doña Inelva que lamentó en su imaginación de que el lugar no estuviera en su clímax, había soñado tantas veces el presenciar esa vida tan negada a ellas, a las mujer de hogar, el bullicio, la algarabía, el desenfreno; anhelaba salir de la monotonía que obligaba el pueblo chico del que nunca había salido. Esa ya era una escursión para ella e incluso ¡como gozaba como niña con golosina! Tenía tantas ganas de cambiar de historias que contar, no era chismosa, más bien era la que entretenía con sorprendente imaginación las veladas de café, costura y recetas de repostería a su selecto grupo de mujeres casadas con hombres bien.
-Aqui las crías que habitan con nosotras, no necesitan más familia y amor del que les brindamos, les enseñamos la libertad y no la represión, les inculcamos el respeto y a no juzgar, no están contaminados ni manipulados por la mentira ni la moral...
Afuera nadie sabía lo que pasaba dentro, todo transcurría como un domingo cualquiera, no se supo de las distinguidas visitas ni en qué terminó la cátedra franca y directa que continuó la señora Sayuri a Doña Felicia e Inelva.
¿Cuánto tiempo pasó? Ni ellas lo midieron, con esa misma discreta visita salieron, pero no solas, en los brazos de Doña Felicia reposaba plácidamente una criatura que por nombre le puso Margarita.
Don Ricardo sin preguntar, siempre con el amor en sus ojos, Margarita, el nombre de la felicidad del campo fue el orgullo de él.
Doña Inelva no tuvo que descastar sus ojos y tuvo un relato más que añadir a su desgastada platica con sus amigas, muchas veces como en la cocina añadiendo y quitando ingredientes para darle sabor a la comida.
Adolfo Delgadillo Padilla
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