martes, 4 de septiembre de 2018
EL CAMINO DE PAPAS NEGRAS
Pasear por un camino de papas negras húmedas en medio de una vegetación exhuberante adornado con flor de lavanda, que lo encierran a uno, cobijan y aíslan de una rutina caótica, llamada ciudad. Aspirar profundamente la humedad que huele diferente en cada hoja, en la lavanda, en el camino de papas negras, en la madera de los árboles, en la tierra y en el granero que acabo de pasar y que se confunde con la leña de las chimeneas de las casas, las cuales están distantes y respetando su espacio una de la otra.
Su puente de piedra y al fondo acantilados que permiten visualizar un azul infinito y distinto del cielo del que cuelgan figuras como si fueran palomitas de maíz, el mar las distorsiona queriendolas borrar por su inquietante personalidad de querer arribar en ese pueblo placido y desconocido, pero ya no para mí.
Entro a la posada y me dirijo a mi habitación que invita a la sencillez de la vida pero que promete una rica experiencia, en el buró con una lámpara de gas pongo el libro que he postergado por más de dos años, con esta tranquilidad, a la luz de la lámpara y de luz de la luna que asoma en la ventana, pienso concluirlo. La habitación es fría, pero acogedora, bien equipada con colchas de lana y con un té con crema que pienso acompañar mi descanso.
La sencillez de sus costumbres, la banca de madera que permite sentir a veces una brisa fresca del mar, invita con imaginación a cambiar el paisaje cuando me abandono al pasatiempo mejor hecho por mi, cerrar los ojos y perderme en la voragine de aromas y susurros de este lugar.
Abrí los ojos y frente a mí una niña con mandil de muñequita me preguntó: -¿Cómo te llamas?
-Natalia ¿Y tú?
-Valeria ¿Tienes novio? Vaya que me despabiló su inocente pregunta y sólo pude responderle-No, ¿Por qué?
-Porque yo te puedo conseguir uno aquí, no pude más que sonreírle, le dí la mano y un beso en sus cabellos rojizos encendidos por el ocaso del día.
A la mañana siguiente me despertó las campanillas de las vacas ¡Qué delicioso despertar! me asomé a la ventana y un hombre joven con el sombrero en mano me saluda levantando la mirada y siguió con su labor de llevar a las vacas al establo despues de pastar. Ciertamente el olor a pan recién horneado con un toque de manzana y la figura del gentil hombre que respetuosamente me saludó, abrió mi apetito.
Las caminatas, los asados de berengena y cordero, la hora del té, las líneas brumosas de las olas que rompían sobre las rocas dibujadas apenas por la tenue luz indigo que el mar reflejaba por la noche y... Si, la inesperada amistad del papá de Valeria que acompañó mis recorridos a la playa que por poco me estaban haciendo olvidar que tenía que regresar a la rutina del trabajo de una pujante ciudad. No tenía opción, mi opción fue ésta, vivir al máximo mis días de asueto a un lugar que nadie hubiera podido pensar en visitar, pero yo sí. El pueblo, llámalo como te gustaría que se llame, me encendió las ganas de volver, no a mi lugar de origen, sino de volver a vivir, de sentir con todos, valga redundancia, mis sentidos, la vida, la simplicidad con la que se me había olvidado vivir.
Llegué de mi viaje con una frescura en mi rostro, con un ramillete seco de lavanda entre las hojas del libro terminado de leer, con el sabor a campo, mar y el aliento de Gerard que perfumó mis arduas horas de trabajo y me dió fuerzas de esperar a volver a andar el camino de papas negras húmedas que llevan al acantilado y al mar.
Adolfo Delgadillo Padilla
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario