Amanece otra vez y a través de la ventana la luz del día invernal invita a seguir en la cama, se percibe el frío, los árboles se resisten a sacudirse la escarcha del sereno, es algo que no sucede todo el tiempo y quieren alargar esa experiencia. El frescor de invierno también se huele y con él un instinto natural íntimo invade mi ser, deseo percibir su aliento. Me acurruco con el canto que hacen los pájaros con la intención de calentarse.
Es un recuerdo muy grato en mi vida que no me deja tiempo en pensar en otro momento más agradable cuando me despiertan esos luceros adornados de pestañas onduladas y esos besos con olor a campo que roban mi descanso.
Suspiro cada vez, tanto que a mi mente vuelven el rocío como luces navideñas en el verdor que aún adorna el paisaje debajo de esos montes altos, tan altos que cubren de algodones sus cúspides blancas.
Una sopa caliente, pan de anís con chocolate y esa discreción al mirarme hacían del desayuno mi mejor despertar. ¡Cuánto deseaba pasear mis dedos en sus sinuosos cabellos! ¡Sólo Dios lo sabe ¡Cuánto anhelaba que su piel rozara la mía! Sólo Dios lo sabe.
Es el mismo paisaje de ayer que sorprende porque no logra aburrir a uno; que el conejo pasa corriendo, la gallina comiendo maíz, el caballo en otro lugar, la señora con canasta en la mano, el señor con sombrero de paja o el sol no queriendo salir.
Amanece otra vez y esos días ya no son, ya no son los pájaros de allá, ahora son los de la ciudad, ya esos dedos, esa piel no se sienten en mi faz y mis labios no vuelven a sonrosarse por tus labios tocar.
Amanece otra vez y a través de la ventana quiero volver a ver lo que antes veía, ese atardecer cuando tú me tenías.
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