martes, 18 de diciembre de 2018
FOGÓN DE PUEBLO
¡Gracioso ornamento! Susurraban las lenguas viperinas cuando me veían pasar del brazo de Jacinto, doctor del pueblo del cual muchas hubieran deseado ser el motivo de envidia. Pero no, fuí yo, la peor de todas, la que aprendió a defenderse de las palabras más crueles que uno pudiera soportar.
- ¡Pues no soy como imaginan, soy pior de lo que opinan!
Tragarme todo no podía y no pocas veces me agarraban en mis cinco segundos de tarugez y calladita me quedaba, ah pero cuando lúcida me enfrentaban en corto sabían que mis mejores golpes los daba con el hocico. ¡Perdón! Si, efectivamente tuve que aprender a ser arrabalera porque si no, no hubiera sobrevivido en este medio que yo no escogí para vivir, que más hubiera soñado, pero creo que muchas veces uno tiene que aprender a moverse en las aguas que le toca nadar.
Yo no era de "esas" acodadas en los marcos de una ventana ni como las "otras" prietas metidas a rubias a punta de tanto tinte, no, fui de "aquellas", si es que se puede decir aquellas porque creo que fui la única acosada por no tener citas espinadas resguardada por una nopalera; más bien fui de las ilusas que se dejaban ver con los novios aunque sólo durarán la vuelta al kiosko del jardín del pueblo porque no daba pie a los precoces pedimentos de irme a espinar con tal de que mis noviazgos fueran más duraderos.
Oídos sordos tenía Jacinto a lo que él llamaba envidia por llevar a su lado a aquella que supo tundarse con hombres, al no tener nadie que la defendiera. También el fué causa de la ley de hielo de gente que lo querían de yerno al haberse fijado en esa pelafustana que era yo, la que pensaba que no tenía porque ocultar lo que hacía, me vieron con tantos novios como mi soledad deseaba, y, de allí mi fama.
Siempre he pensado que uno debe guardarse algo para si y no contar todo lo que sólo a lo más íntimo de nuestro ser le pertenece. Si, deseaba irme a espinar, sentir el dolor de la clandestinidad y regresar satisfecha como regresaban todas aquellas de abandonar la carne en las pencas y que, por no hacer lo que ellas, me señalaron; y ahora que lo pienso, aparte de envidia por mi muy certera decisión, les incomodaba el no saberme vulnerable como ellas. Por eso su mofa de quererme enlodar como un objeto "Gracioso ornamento" sin lograr incomodar en lo mínimo a Jacinto, del que aprendí a ser realmente su gracioso ornamento.
Si, yo soy aquella descarada que se mostró a todos, la que dió de comer a las hambrientas, alguien les tenía que dar de comer, la que generosamente por su tan sin malicia se expuso y aquella que no hubo de abandonar las carnes en las pencas.
Adolfo Delgadillo Padilla
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