miércoles, 21 de marzo de 2018
LA BATALLA DEL ALMA
La peor guerra es la que contendemos con uno mismo y, el maestro muy admirado por sus pupilos de poseer una inteligencia prodigiosa, tan autosuficiente y hasta un tanto desenfadado con la vida, con las cosas materiales porque había tenido una existencia, se podría decir regalada, llena de privilegios que su único esfuerzo fue terminar provechosamente su carrera de literatura.
Su destreza nata con la pluma y de hacer de una hoja en blanco toda una aventura fascinante, un cuento que llevaba a todos a la imaginación más recóndita o al éxtasis amoroso con sus poemas, haciéndolos pensar hasta el hastío. Pareciera que esa hoja blanca garabateada de signos de admiración, preguntas y frases, tuvieran imágenes que ayudaban a entender y gozar lo plasmado.
El maestro Ojeda, con paso lento sellaba las calles sinuosas del pueblo, muchas veces sin notarlo seguido de un discreto perro que recogía las migajas de su bolillo que pasaba a comprar en la panadería rústica que queda a un costado de una fuente de cantera rosa con una escultura de un niño que vierte el líquido por su pequeño pene que salpica y hace danzar a la superficie del agua.
El maestro se ha quedado solo, salvo con un amigo epistolar con el cual, allí cada venida de obispo intercambian sus vivencias y por esto, el maestro Ojeda le queda una tristeza infinita por no recibir cartas tan seguido como deseará que fueran. Tenía miedo, angustia de ahora saberse anciano a sus setenta y cinco años. ¿Quién hubiera pensado, quizá imaginado que este hombre rico en experiencias e imaginación virtuosa, no tuviera creatividad de contarse historias a él mismo? Para no aburrirse y no sentir que su vivir ya no tiene sentido porque muchos amigos han muerto y a otros por su poca sociabilidad los ha hecho a un lado lapidando la esperanza de ser acompañado.
Tenía una cuenta de banco que su papá le había dado cuando él tenía apenas veinte años y de la cual no ha tocado un peso partido a la mitad. Se angustia de que no le alcance su magra pensión y come en pequeñas raciones de carne y pasta, por salud, pero ni pensar en tomar la herencia en vida que su padre Gabriel le dejó.
Así sus días; sube, baja las calles empinadas donde corren las serpientes dibujadas entre las piedras, muchas veces aperladas por el sol, por la lluvia y en ocasiones por la luna porque de noche él ya no se atreve a salir, dobla sus esquinas desgastadas que guardan sorpresas al pasarlas.
Dicen que lo han escuchado dirigirse de usted a los árboles y jovenes porque los ha visto crecer desde que eran pequeños y ahora son más altos que él.
Temeroso de que ya no le vayan a dar su pensión, de tocar el dinero del banco que su papá le dió, de mal gastar lo que cree no es suyo y de ya no tomarle sentido a viajar, a darse gustos para llevar una vida más decorosa y mucho menos desgastarse en tener que convivir con vecinos porque le resultan insoportables.
¿En dónde quedó su autonomía? que por ella se ha abandonado hasta el grado, yo diría, pecado, de no compartir la vida, de no atreverse a ser generoso, desprendido y que por orgullo aprendido a no recibir obsequios y ayuda.
Algo inegable es la generosidad de su saber a sus alumnos y a todos aquellos que regaló momentos de paz y soñar en la lectura de sus libros.
El único discreto compañero que no interrumpía sus recuerdos ya mira al otro lado de la fuente donde la abundancia de alegría salta a la vista
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