sábado, 17 de octubre de 2015
CAMINO A LA IGLESIA
Me levantaba a las seis y media de la mañana a lavarme la cara y echarme agua en el cabello para peinarme. Me dirigía a la iglesia del pueblo por el camino engarzado de piedras humedecidas por las nubes que paseaban aquellas callejuelas adornadas de macetas coloreadas por flores que al igual que yo lavaban sus pétalos y peinaban sus ramas para comenzar el día.
A la par de mi casa hay otra con un árbol tan grande que se sale de ella regalando en la banqueta el cobre y oro que nacen de él aprovechando el sereno que las ayuda volar un poco más lejos. De esa casa que es de los papás de mi amigo Agustín, sale primero la criada con falda blanca almidonada a comprar la masa para las picadas.
Los burros, caballos y vacas que rumiando caminan creando una melodia con los cascos y sus patas; apurados por los perros que ladran, se dirigen al campo a degustar con sus hocicos los cristales adheridos en la sabana verde que sirve de cobijo a los grillos.
Rumbo a la iglesia voy jugando con mis pies a patear piedrecillas sueltas, piñitas que golpean mi cabeza al descolgarse de las ramas, tamarindos, tejocotes y limones que alimentan a centenares de hormigas que seguramente se despiertan antes que yo.
El aroma a epazote, hoja de aguacate para los frijoles, los chiles y tomates verdes asados, las tortillas al comal, chocolate y café se cruzan en mi andar matinal, al igual que la leña en anafres vivos los rubíes, obsidianas y acerinas crean el calor.
Ya falta poco para llegar a la iglesia, la misa comienza a las siete de la mañana, voy con tiempo para ayudarle al padre Jacinto a acolitar; mi mamá me cuenta que no todos en el pueblo van a misa, incluso me confesó que esas personas (me dijo los nombres, pero debo guardar el secreto) aún les queda leña de confesionarios y santos para cocinar. Yo me hago el desentendido y cuando me cruzo con estas señoras las saludo amablemente.
- Buenos días Angelito.
- Buenos los tenga usted doña Queta... ¡Chin, ya se me salió uno de los nombres! Tendré que confesarme, les pido me guarden mi indiscreción porfis.
Las señoras asisten a misa con rebozo cubriendose la cabeza, faldas abajo de la rodilla y zapato bajo, sin medias, salvo los domingos y dias de fiesta; libro y rosario en mano, que cuando oran, sesean. Los hombres, menos sobrios, al entrar al templo se quitan su sombrero para persignarse, acompañados algunos de sus nietos somnolientos con el moco seco de ayer.
En el atrio de la iglesia ya es abitual Don Federico, el limosnero del pueblo, que dicen que vive en Pueblo Grande, dueño de una casota. A mi eso no me interesa, el padre Jacinto me enseñó que la misericordia debe ser un compromiso personal.
Suenan las campanas dando la segunda llamada, la neblina se aleja y siento el reflejo que encandila la mirada, vislumbro los cerros que resguardan mi pueblo como una olla de mole.
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