Era imposible competir con su personalidad a pesar de su modesta vestimenta. Su adorno fueron los libros, al caminar sudaba a piel y a página recién leída.
Encontró una manera de no gastar en flores, las disecaba y sus arreglos con ellas resultaban maravillosos y le daban un toque fantástico a esos rincones de su casa.
Cuando era niño su inmensa curiosidad lo llevaba a lugares que otros de su edad no se atrevían a descubrir, como hurgar en los nidos de los buhos y sorprenderse de esa enigmática e hipnotizante mirada que abarcaba todo el mundo redondo y todo un horizonte. En esa mirada cabía la miel de la flor, el fuego y la noche.
Quizá sin saberlo eso fue en su vida un presagio porque no concluyó una carrera universitaria pero su erudición era envidiable.
Llevaba una vida admirable con un presupuesto limitado, compraba en bazares: tapetes, cuadros, cristalería. Su casa era austera pero de buen gusto y acogedora.
Pasado el tiempo encontró como ganarse la vida y pasarla cómodamente.
El curso de los años le arrebató amigos y fue quedando solo. Al principio se jactaba de su envidiable estilo de vida que le dió una salud inquebrantable e hizo gala de una temperancia en sus hábitos de comer, descanso y pasatiempos; pero comenzó a sentir la soledad y el abandono de sus amores filiales.
La inteligencia muchas veces se congestiona en uno y no es capaz de encontrar a una edad avanzada el rescatar los recuerdos para seguir viviendo, de soñar con esos ideales que se vivieron y que aunque ya no estén le pertenecen a uno.
El rayo matinal que entra en esos ventanales no es suficiente para encender el ánimo de una persona que ha perdido las intenciones de seguir vivo.
Los colores se han vuelto opacos, los muebles cenizos, languidece todo al unísono de quien un día les dió vida.
Se despidió apagando la luz de sus ojos y brindó su último suspiro en un signo de gratitud.
Adolfo Delgadillo Padilla